miércoles, 27 de junio de 2007

El mensajero de los Ángeles.

He aquí contada para bien de todas y de todos la pequeña historia de un olvido, que tomado en costumbre, se hizo Ley.

El mismo día en que la Religión ofició los Ritos Funerarios a la Misericordia y a la Compasión, la Semilla de Amor que Dios había escondido en el Arca de la Alianza fue vendida en secreto como pienso para cerdos. Y desde entonces los cerdos comían más de Dios que los hombres, no por que el estiércol de la Ciudad Sagrada fuese especialmente santo, sino por que había más Amor en el lodo de sus corrales que en el corazón de sus ciudadanos.

De dura y áspera corteza había dotado Dios a su Semilla, pues ni los dientes de los cerdos, ni la hiel de sus estómagos, ni la fetidez de sus intestinos pudieron corromperla. Mezclada con heces, floreció en los estercoleros. Mas siendo tomada por hierva inmunda, pocos recibieron la buena nueva. Uno de los benditos que leyó en la inmundicia la venida del Reino de Dios, fue un hombre sencillo de palabra y grande de corazón que sus allegados llamaban Johan. Decían que era hijo de un anciano Sacerdote muerto años atrás por una enfermedad que había esparcido la ruina en su familia.

Viendo el florecer de la Nueva Vida en la podredumbre, Johan preguntó en oración a Dios como se debía obrar ante tamaño acontecimiento y por la virtud de su alma y la sinceridad de su plegaria, el Altísimo le envió un Ángel que le instruyó sobre el don de la prédica, ordenándole recorrer los caminos anunciando la Noticia.

Así, el buen Johan dejó su casa y se despidió respetuosamente de su patrón Sirio, que por ser rico, extranjero, y vil, humillaba a sus ciervos judíos haciéndoles trabajar entre los cerdos. Luego ungió su frente con el estiércol bendito y maloliente de su corral y echó a andar.

Años pasó Johan vagando de aldea en aldea, de ciudad en ciudad, proclamando el Advenimiento. Y como andaba de harapos y tenía el rostro alucinado de dicha, no le dejaban entrar en los templos, ni comer sobre la mesa, ni beber en copas. Pero en su delirio, Johan no tenía sed sino de Dios y no tenía apetito sino de Espíritu Santo. Su cuerpo esbelto de labriego se mantenía fuerte y nutrido tan solo con las semillas del bosque y las raíces de las rocas, pues su compasión le impedía disponer de la vida de otro ser para alimentarse.

La celebridad de su ascetismo viajaba ligera como el rumor del viento y muchos venían a su encuentro para ser curados, para expulsar demonios y para librarse de encantamientos. A todos recibía humildemente Johan, y por la gracia de su Fe, intercedía, sanaba, conjuraba Angeles y proclamaba la Gloria de Dios. Todos se regocijaban y daban gracias al Santísimo, luego ofrecían de comer o de beber al asceta, más el Santo rehusaba amablemente para seguir camino. Algunas madres traían a sus pequeños para ser bendecidos y Johan, escuchando la voz de su Angel, decía profecías sobre los niños y los bendecía con su mano diestra.

Algunos de los agraciados, quedando en profunda gratitud con el Santo, le seguían de aldea en aldea y escuchaban sus predicas y llevaban con él una vida ascética. Viéndolos renacer en su Fe y Devoción, Johan rogó a su Ángel conocer el modo de hacerles partícipes de la Dicha. A este punto el Ángel le instruyó en el Arte del Bautismo y conjuró que todo el que recibiese este sacramento abriría sus ojos a los misterios de Dios.

Así Johan bautizó con agua por gracia del Espíritu a todos los que le seguían y a otros que lo pidieron, y por aquellos días grandes portentos y milagros fueron vistos y la Fe de todos se robusteció, y las alabanzas a Dios no tenían fin.



Viendo que sus seguidores le dispensaban respeto de Santo, Johan se apresuraba a decirles que todos los portentos y milagros eran hechos por medio de la Fe y gracias al Espíritu Santo que moraba en el agua, lo mismo que en corazón del hombre, y que ni su palabra, ni su mano contaban. Les decía que el Bautismo en Agua era el inicio simbólico del Sacramento Eterno que les conduciría a la presencia de Dios. Y les decía, movido por su Ángel, que sólo aquel que fuera Dios mismo podría bautizarlos en Espíritu Santo. Estas palabras turbaban a los fieles pues no escuchaban otra voz que la de Johan en la prédica, ni veían otra mano que suya en el bautismo.

Una noche, sintiendo el pesar de sus corazones, Johan se aferró en oración a los pies de su Ángel y este, piadoso, habló a través de sus labios, diciendo que toda la creación estaba impregnada del Espíritu Santo y que el Bautismo nacía del matrimonio entre la Fe del hombre y la Omnipresencia de Dios.

Cuando abrió los ojos, Johan vio que sus acompañantes corrían y saltaban como presos del Espíritu y daban gracias a Dios. Comprendió entonces que habían recibido el Bautismo en Espíritu Santo y que podían sentir la presencia de Dios incluso en el aire que respiraban.

Una mañana mientras Johan bautizaba a la gente que había venido a su encuentro desde la aldea vecina, el Ángel se le apareció diciéndole que pronto llegaría un joven judío, que habría de conducir a muchos hacia Dios y le indicó instruirlo en todos los Misterios. Esa misma tarde llegó a los márgenes del río un muchacho flácido, que parecía haber ayunado por años. Johan lo notó entre la muchedumbre por su inusual humildad, que le impedía alcanzar el agua antes que la gente que llegaba después de él. Viendo que de ese modo no llegaría al recodo donde tomaban el bautizo, Johan caminó a contracorriente para encontrarlo, le hizo entrar en el agua y mientras lo bautizaba vio abrirse el cielo con multitud de destellos y escuchó una voz que proclamó el nombre de Dios con la fuerza de una tormenta. Ante los ojos de todos los presentes, el Espíritu Santo en forma de una paloma blanca se posó sobre el joven y la muchedumbre gritó el milagro.

El joven, que había recibido de sus padres el nombre de Jeshua, fue el acompañante más cercano del viejo Johan por varias estaciones. Le siguió por aldeas y desiertos y aprendió de él todos los Misterios. Dormían juntos para cubrirse del frío del invierno y en el verano caluroso, tomaban juntos el baño en el río, mientras hablaban de Dios y de todas las formas en las que la Misericordia Divina se expresaba en este mundo. Era grande el Amor que los envolvía, y la gente quedaba maravillada al verlo. Para muchos oírlos dialogar amorosamente era una bendición, para otros era fuente de envidia y maledicencia. Más de una vez, evitando la maldad de alguno, debieron viajar de noche, escondiendo su rastro en el desierto o en el bosque. Siempre iban acompañados de los fieles, y guiados por el Ángel que les protegía y les consolaba, robusteciendo su Fe y su Amor en Dios.

Así, estuvieron juntos hasta un día señalado por el Ángel en el que cada uno viviría sus propios designios. En la despedida no hubo llantos, ni discursos, ni otra ceremonia que un abrazo intenso. Joshua se retiró por orden del Ángel al desierto y Johan siguió su peregrinaje hacia la Ciudad Sagrada, donde le esperaba el martirio. Para consolar a sus acompañantes sobre esta inquietante noticia, el viejo Johan les dijo que el instante de la muerte era como el de parto, con la diferencia de que la criatura tenía sólo nueve lunas para prepararse a vivir, mientras que la preparación para la muerte duraba una vida entera. Les dijo además que a bien de que muchos otros encontraran a Dios, el debía encontrar la muerte.

El sacrificio puro del santo conmovió a sus fieles y muchos lloraron y pidieron misericordia a Dios. Y el viejo asceta, para calmar la angustia de todos, les dio profecías de sus vidas y de sus muertes. Todos alabaron a Dios con las manos en alto y por la gracia del Espíritu Santo se elevaron hacia el cielo, a varios pies de suelo, envueltos en remolinos de Luz.

Cuando se acercaban a la Ciudad Sagrada, un grupo de fariseos los interceptó y colmó de preguntas al viejo Johan. El las respondió todas, amable y secamente, diciéndoles exactamente lo que esperaban oír.









Al atardecer, ya en las puertas de la ciudad, Johan el Bautista fue apresado y encadenado. Sus fieles acompañantes dieron gracias a Dios piadosamente, pues la profecía del santo se cumplía letra por letra. Llegada la noche, el Ángel se les apareció diciéndoles que el cuerpo del santo yacía decapitado en un calabozo, pero que su alma radiante estaba en presencia de Dios. Los fieles reclamaron el cuerpo y lo enterraron.

Pasaron años y algunos que no habían encontrado la muerte, encontraron a joven Jeshua y lo siguieron, viendo en sus ojos el mismo Amor que habían recibido del viejo Johan. Muchos decían que el Amor que los había unido en Vida, los mantenía inseparables en la muerte. Algunos aseguraban haber visto a Jeshua transfigurado en Luz, dialogando con el alma gloriosa de Johan y de otros grandes santos, envueltos en llamas de Espíritu Santo. Otros decían que el mismo Ángel que guió a Johan hablaba a través de Jeshua y sanaba milagrosamente. Con el martirio de Jeshua y de los fieles más cercanos, el recuerdo de la historia de Amor más bella de la Tierra Santa languideció, y el misterio del Bautismo se torció, para volverse primero un rito de sumisión y luego una ceremonia vacía, que sin cambiar la vida de ninguno, se practica aún en nuestros días. Si habría de tener razón Johan al decir que el misterio del bautismo nace de la Fe de los hombres y de la Omnipresencia de Dios, ¿cual de las dos nos faltará hoy?...


Terminado de transcribir a las 22:05 horas del día 27 de junio de 2007, en la ciudad italiana de Pavia, bajo la influencia inequívoca de Mercurio retrogrado y combusto en el signo de Cáncer. “…A Dios gracias si algún provecho puede sacarse de lo que aquí se diga.”

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