martes, 25 de septiembre de 2007

La milagrosa aparición de San Sebastián a Fray Cristóforo


Cuentan que un fraile llamado Cristóforo era célebre por su humildad. De joven había abrazado la Regla estricta de San Francisco, y no llevaba consigo otra riqueza que la bienaventuranza. Peregrino y mendicante, no buscaba refugio de las tormentas, ni del frío, ni de los hombres, y agradecía con las manos en alto todas las penurias y las dichas que Dios ponía en su camino. Con el rostro apoyado en el piso, oraba en cada lugar santo y profano, por todos y por todas, sin distinción. No era extraño que, a merced de su fervor y de su amor indiscriminado, recibiera limosna de ciudadanos cristianos, de mercaderes moros y de comerciantes judíos. Todos veneraban su santidad y procuraban, cada uno a su modo, la misericordia de su Dios, haciendo la caridad.

Pero, la celebridad de Fray Cristóforo no era sólo debida a su gran piedad. Él era un estigmatizado. Tenía su cuerpo cubierto de llagas perfectamente circulares que no cicatrizaban y que no mostraban signo de infección alguno. Cuando la noticia de sus santos signos llegó al Vaticano, un nuncio apostólico vino a la Abadía de Nuestra Señora de la Misericordia a entrevistarse con el confesor del fraile. Con el regreso del embajador del Papa, circularon rumores confusos que pusieron en alerta al Santo Oficio. Gracias a la intervención oportuna de algunos Cardenales y de la Orden Franciscana, no se abrió ningún proceso. En cambio, se dispuso que el fraile permaneciera en claustro perpetuo y para complacencia de los Inquisidores, se le impuso un estricto voto de silencio.

La gran inquietud que estremeció la Santa Sede tenía su raíz en el modo milagroso y poco canónico en que el fraile había recibido sus estigmas. Según testimonio de su confesor, Fray Cristóforo solía orar en la capilla de San Sebastián, un lugar discreto y apartado que servía de sepultura a los primeros benefactores de la Abadía de Nuestra Señora de la Misericordia. Un día, cuando otro fraile entró en la capilla para llamar a Fray Cristóforo a misa, lo encontró inconsciente y desnudo, sobre la imagen de San Sebastián, que yacía en el piso. Las lágrimas de Cristóforo habían humedecido la escultura de madera, haciendo más vívidos los ojos del Santo. Había estrechado con tanta devoción la imagen que las flechas del martirio hirieron su propia carne, dejando escapar filos de sangre sobre el cuerpo de San Sebastián. Pronto llegaron otros frailes, alarmados, pero ninguno se atrevía a remover el cuerpo de Fray Cristóforo, pues la escena más que una profanación herética parecía el martirio de dos Santos.

Cuando recuperó consciencia, algunos días después, el fraile refirió a su confesor que en el fervor de su oración, subió al altar y comenzó a besar la imagen del Santo, escurriendo sus manos por toda la figura desnuda y musculosa, llena de las flechas del martirio. Y que la imagen cobró vida y le habló con la voz más dulce y amorosa que hubiera escuchado jamás. Y que toda la capilla se llenó de un resplandor de gloria, que traspasaba los muros, el bosque, las montañas y el cielo. El confesor, confuso y conmovido por la visión del fraile, pidió ver sus llagas, comprobando que sangraban todavía, a pesar de los días transcurridos. Por inusual que pudiera parecer, en su ferviente devoción, Fray Cristóforo había recibido los estigmas del martirio de San Sebastián.

Nada de esto cambió la sencillez del franciscano. Continuó pidiendo limosna y haciendo la caridad a los enfermos, hasta que se dispuso otra cosa. Su muerte, nadie la recuerda. Y el mensaje que le diera San Sebastián quedó sellado en su voto.

¡Gracias Señor por el hermano Silencio que guarda los secretos que no caben en palabras!

¡Beato Fray Cristóforo que conoció el Amor!

Terminado de transcribir en la ciudad italiana de Pavia a las 10:45 horas del día 25 de septiembre de 2007. Con Venus señoreando el Cenit y Neptuno, en oposición, conjunto al Imun Coelis. Debo confesar que la inspiración de este escrito tuvo lugar en la madrugada anterior, con una experiencia inusual y difícil de contar sin ofender el pudor de algunos. Baste con decir que la misericordia de Dios se expresa en este mundo de formas muy diversas y que la sensualidad y el placer no son ajenos a la santidad.

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