Capítulo primero
Sobre los depredadores invisibles y sus presas, o dicho de algún modo, sobre la ignorancia de los hombres.
Más de una vez hemos de sentir a nuestra espalda, o en la oscuridad próxima, la presencia de los depredadores invisibles. Ora como brisa intangible que eriza nuestros vellos, ora como sonido inaudible que estremece el alma. Aun sin verlos, percibimos su intención, que impresiona con inquietud incomprensible y nos lanza a negar su existencia en un acto de defensa legítimo e inútil.
La inquietud se apodera de nuestro ánimo toda vez que encarnamos el alma de la gacela, que pasta inquieta bajo la mirada paciente del felino. No puede verlo la gacela, no puede siquiera oler su aliento, pero siente el peso de sus ojos. Siente la mordida de su sed. Y eso le basta para mirar en derredor tímidamente, buscando ver lo que no quiere ver.
Tan riesgosa e inquieta es la existencia de los hombres, como el pastar de la gacela. Y tan esquivo es el mirar del hombre, que teme y por temor se ciega.
Castra su visión buscando en la ignorancia protección y en el desconocimiento refugio. Mas ni lo uno ni lo otro encuentra en su ceguera. Por el contrario, no está más desprotegido y expuesto que cuando atraviesa los Mundos del Reino a ciegas.
Como la gacela más lenta y desvalida es la primera en caer bajo las garras, así el hombre ignorante cae sin lucha alguna. Le devoran las entrañas sin dolor, pues su ignorancia es más profunda que sus nervios. Despedazan su Voluntad bebiendo el fluido de su Vida y no dejan de él sino carroña. Y entonces, cuando sólo quedan sobras de su condición humana, el hombre es dejado en su Ignorancia a merced de los carroñeros que se alimentan de su actividad, más que de su alma. Por ellos, el sufrir del hombre no cesa con el sometimiento que sigue a la muerte de su Voluntad.
A este punto debe entenderse la diferencia entre el fluido sutil que da existencia al espíritu y su expresión externa y activa, que llamamos mente. El primero es manjar codiciado por los depredadores invisibles, y el segundo es tomado por carroña fétida. Ambos son inseparables, como inseparable es el depredador del carroñero.
Los depredadores invisibles prefieren por alimento las formas más sutiles del alma, mas, cuando a fuerza de competencia o de escasez les falta este sustento, carecen de escrúpulos y llegan a alimentarse de toda sustancia espiritual. De tal modo, la distinción entre depredadores y carroñeros es falaz. Todo carroñero depreda si encuentra ocasión, y todo predador se alimenta de carroña si la suerte le obliga a ello. Mas, cierto es que la preferencia nunca viene de manos con la facilidad y el deseo frustrado por manjares sutiles es tortura para los depredadores invisibles.
Mientras más sutil el pensamiento de un hombre, más tenaz su lucha por no ser presa y en esta carrera de supervivencia está sellado el más profundo Secreto de la existencia humana. Los depredadores invisibles no son formas oportunistas que prosperan a costa del Hombre. Son una parte indispensable de su Evolución.
El proceso continuo e implacable de selección que impulsa el desarrollo de
La entrañable relación entre depredador y presa es muestra fascinante de
La presa da alimento a su predador y el predador da inquietud a su presa, lanzándose ambos en una marcha desenfrenada por llegar más lejos. En esta rueda incontenible, el progreso de la presa devuelve la inquietud al predador, forzándolo también al progreso. Y he aquí el segundo Secreto. No sólo los depredadores invisibles empujan la evolución del Hombre. También el Hombre mueve el progreso del predador. Ambos se complementan y apoyan. La lucha y la destrucción se descubren apariencia y aflora límpido el principio inmutable de Unidad y Armonía que es la base de toda existencia. Difíciles son de comprender estos asuntos, siendo nosotros mismos jueces y partes. Se nos antoja cruel la depredación pues nos envicia el estancamiento y rehusamos el dolor del cambio.
Tal como la gacela rehúsa ser presa, ignorante de que su diminuta existencia es un eslabón de la cadena interminable, los hombres luchan por sobrevivir y aún los más despiertos, luchan contra sus depredadores invisibles, mostrando su más frágil condición egoísta. De otro modo no habría de ser, pues el Misterio de
A pesar de la claridad de este argumento, no es sorprendente que la moral religiosa achaque al Egoísmo todos males de los hombres, pues tanto
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